A mis nietos y nietas


Si a vuestro paso habéis dejado caer alguna
espina, regresad, arrancadla y en su lugar sembrad
una rosa.

Vuestra abuela que os quiere tanto...


jueves, 5 de abril de 2012

El color de las estrellas

¡Pues yo no quiero ir  a la casita del cielo!

(A minieto Ramón en sus cuatro añitos)


Dibujo: Carmelo López de Arce

En este rincón, que mis amigos más íntimos conocen y llaman de las Musas, escribo a mi nieto Ramón, que, feliz con su traje de Spiderman y sus guantes de portero, dormirá a estas horas y que tan solo pensar en él me conmueve de ternura y amor.

Mi querido y precioso Ramón:

¡Qué tonta fui al pensar que te podía “engañar” con la mentirijilla de coger la luna! Siempre fuiste un niño inteligente, gracioso, cariñoso, bueno… De ahí que con toda la lógica que sobrepasa tus cuatro años, exclamaras: ¡Pues, quita la casita del cielo que yo no quiero ir a ella! ¡Cuánto te quiero, lindo mío!

Ahora, aquí, por cierto con la luna llena casi encima de mi terraza, te escribo porque llegará un día, tal vez no demasiado lejano, que puedas entender, con la claridad que es posible, los grandes misterios de la vida. Y el más importante, que ya a tus cuatro años, intuyes, la muerte.

Sí, vida mía, todo lo que vive tiene un final y así hay que aceptarlo porque eso es mejor que vivir con miedo a lo inevitable. Puede, y eso deseo, que tengas fe, lo cual equivaldrá a creer, o al menos a esperar, que si se termina esta vida, pasamos a otra con un Dios del que tan solo puedo decirte que tú tendrás que descubrir.

Para nada quiero influir en tus creencias, cuando seas adulto y Dios se te presente como una interrogante, pero tampoco voy a dejar de contestar a lo que supuestamente me preguntarías: Abuela, ¿y tú tienes fe en ese Dios? ¡Creo que sí, que la tengo! –te contestaría y contesto ahora-, aunque debes entender que la fe en Dios, o en cualquier otra cosa, no es certeza, sino eso, esperanza y dudas, por supuesto.

Cuando era niña, también tenía mucho miedo a la muerte y a los muertos que en aquellos años, se podían ver en las casas, pero, ¿sabes una cosa? Ahora, es cierto que no quiero morirme, pero le he perdido bastante de aquel horroroso miedo que le tenía porque he intentado hacer a lo largo de mis años de vida, lo mejor que he podido y sabido.

También el primo Javier me habló un día de su miedo a la muerte, como todos, más o menos, sentimos, Le dediqué un capítulo en esta obra. Léetelo y todo lo que le digo a él, te lo repito a ti, precioso.

Querido Ramón. La vida puede ser como una gran escalada en busca de superación o como un arrastrase por la tierra sin más ambición que buscar, y no encontrar, bienes materiales. Si eliges el vivir buscando siempre el ascenso que conllevará caídas, sí, pero el esfuerzo de levantarte y seguir luchando por conseguir la cima, notarás la paz y la tranquilidad de conciencia que te permitirá vivir sin miedos a nada,m incluyendo la muerte.

Pero, si, por el contrario, te dedicas a rastrear por la vida de los demás buscando riqueza, poder, gloria, comodidad, etc. jamás sabrás del sabor de los sueños y, sobre todo, jamás dormirás sin la sombra de la muerte acechando tu vida perdida.

Por eso, tu abuela, a pesar de sus muchas fragilidades, caídas y equivocaciones, trató siempre de levantarse y seguir hacia arriba y en ese esfuerzo vislumbró que de Dios nada puedo explicarte, porque no tengo palabras, solo he conocido su fulgor, pero te aseguro que, con ello, me siento recompensada y puedo morir sin en paz.

Así que, ¡fuera miedos! Con una mano cógete a la vida fuerte, y con otra, a la muerte, pero camina, levántate cada vez que caigas y te aseguro, que poco a poco, irás descubriendo el color de las estrellas.
Un cuentecito, ¿vale?


El color de las estrellas


Un caracol, incansable, trataba de escalar una pared. A cada intento, resbalaba y caía. No obstante persistía sin pausa y sin tregua.

Una tortuga que lo observaba dijo: ¡Pobre caracol! ¡Cómo pierdes el tiempo! ¡Mírame a mí! Camino despacio, pero avanzo. Tú, en cambio, estás siempre en el mismo sitio.

¡Es verdad! -exclamó el caracol- No avanzo mucho, pero en mi caminar hacia las alturas, puedo contemplar, a veces, las miserias de las cosas de abajo. Además, voy conociendo, poco a poco, el color de las estrellas. Tú, caminando siempre, casi a rastras, por la tierra, poco o nada sabes de cumbres. De ahí que yo, aunque caiga, vuelva a intentarlo.

La tortuga, sonriendo, exclamó de nuevo: ¡Con qué poca cosa te conformas!

Sucedió que un golpe de viento volvió a hacer caer al caracol en el preciso momento en que un caballo que galopaba por allí, pisó a un tiempo al caracol y a la tortuga.

En su agonía la tortuga lloraba y repetía: ¡No quiero morir, no he llegado a mi destino!

El caracol, moribundo dijo: Te olvidaste de la fragilidad de los caparazones.

La tortuga rogó: Dime, al menos, por favor, de qué color son las estrellas.

En un último suspiro, el caracol, exclamo: Son bellísimas pero incoloras.