A mis nietos y nietas


Si a vuestro paso habéis dejado caer alguna
espina, regresad, arrancadla y en su lugar sembrad
una rosa.

Vuestra abuela que os quiere tanto...


martes, 3 de mayo de 2016

Cruz de mayo con mis nietos

Mis queridos nietos y nietas: os cuento una anécdota de cuando yo era niña para que os riáis y penséis cuánto daño podemos hacer  a otros niños, porque eso es lo que pasó a mí, cuando era niña.  Y en el día de hoy, DXía de la Cruz, lo recuerdo y me río, pero  lapos muy mal.


Uno de los muchos dibujos que guardo demás alumnos/as


Cada año, al llegar mayo, el tema de las cruces me apasionaba. Los niños en general hacían sus cruces particulares, muchas de las cuales, hechas por personas mayores, resultaban ser pequeñas obras de arte. La mía era de confección particular. Quiero decir que me las tenía que arreglar sola para lo cual me servía de dos varetas, -nunca las conseguía derechas totalmente- que revestía con lacitos hechos de papel de seda que pegaba con gachuela. Después, en una caja de zapatos, adornada con el mismo procedimiento, la colocaba. La veo, sí la veo colocada, finalmente, sobre la cómoda con muchas estampitas alrededor, con grandes ramos de celinda, rosas, jazmines y todo cubierto de pétalos. ¡Qué feliz me sentía cuando  al fin podía contemplar aquel singular altar, allí, al alcance de mi vista, frente a mi cama! A veces, mis fervores me llevaban a exhibirla por la calle, como los demás niños que, de casa en casa, recaudaban unas pesetillas,  pero todo quedaba más bien en intentos porque mi padre no consideraba digno de mi condición el andar pidiendo.
Recuerdo, como algo espectacular, el altar que Andrés, el mosca, monaguillo de profesión, montaba en una habitación de su casa, frente al Colegio de las monjas. Creo que el hecho de ser monago le imprimía cierta autoridad entre la chiquillada, y tal vez, fuera la razón por la que su altar era el más elogiado y visitado, amén de que hasta incienso esparcía por la casa. 
Efectivamente, lo recuerdo como un monumento que ocupaba de forma escalonada toda una gran habitación. Cada tarde, simulaba decir Misa, y allí que acudíamos todos, pero no sé por qué extraña razón yo no le gustaba y en cuanto me veía aparecer, con mi velo tupido hasta la cintura, mi librito de Misa y mi rosario, se abría de brazos en la puerta y  repetía: tú no entras, nena, que eres mu fea. 
Un día le dije: si me dejas entrar te doy una “gorda”. Eso es muy poco; me tienes que pagar, por lo menos un real. Era difícil tener un real, pero, privándome de las chuches, propias de aquellos años, lo  conseguí. Y me dejó entrar advirtiéndome que no podía moverme. Un chiquillo, que no cesaba de reírse de mí, fingió una escandalosa ventosidad, cuando en silencio total esperábamos que Andrés comenzara la “Misa”. ¿Quién ha sido? –preguntó fulminante-. Y aquel niño, sin reparo alguno, exclamó: ¡la del banco, la nena esta  del banco! –me llamaban así porque mi padre era director de Banesto-. ¡Fuera, fuera, nena fea! –exclamó  Andrés-.
Y medio llorando llegué a mi casa derecha a refugiarme en mi torcida cruz pero, ¡vaya sorpresa! Mi cruz había desaparecido. La busqué pero pronto mi hermana me salió al paso: no la busques que la he roto: era un mamarracho, un perigallo de cruz.
A veces, cuando tanto se habla de acoso de bullying, tengo muy claro que yo fui víctima  de niños y hasta de niñas que abusaron de mi bondad y timidez.  Nada dije a mis padres, pero si alguna vez os sucede algo parecido, no lo soportéis en silencio. Contadlo y tendréis ayuda.